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may 25 2011

Espejos rotos por doquier

Por Alberto Garrandés,

La circulación del vínculo entre verdad, poder y saber, un problema tan extensible y que afecta tanto a la escritura, es también, claro está,  un asunto del sentimiento y del lugar de los sujetos dentro del sexo y la sexualidad. Y, con respecto a ese mundo que ha sido denominado de tantas formas —queer, periférico, no hegemónico, etc.—, hay un dibujo un tanto desautomatizante del sujeto. No estoy intentando trazar una teoría ni mucho menos. Sin embargo, en términos conceptuales sí me interesó, antes de comenzar el trabajo práctico que se encuentra detrás de Instrucciones para cruzar el espejo, ver cómo el automatismo hetero, que da muchas cosas por sentadas, se convertía en algo más dentro de un grupo de textos como los que he reunido aquí, en este volumen.

Con respecto a la sexualidad hetero, los textos de esta antología trazan un conjunto de dibujos más específicamente legibles, o que siempre han necesitado, supongo, ser más legibles o incorporar una legibilidad mayor. Porque, en contraste con el dibujo de la sexualidad hetero,  cuya legibilidad es histórica y automática, una parte del dibujo de la sexualidad homo, tan preeminente aquí por razones obvias, atrae sobre sí una exigencia de legibilidad que se origina, me parece, en su anhelo de visibilizarse, o de visibilizarse mucho más, lo cual es una primera o segunda instancia de legitimación.

Una de las cosas que más me atraía era, precisamente, esa exigencia de legibilidad sobre la base de insistir en un grupo básico de gestos, una mecánica sexual desautomatizada. Detrás hay un problema social, por así llamarlo. Un problema social muy serio que compromete determinadas identidades. Me gustaría insistir en esto: el automatismo (siempre relativo, por supuesto) de la gestualidad hetero se produce gracias a una repetición visible, una repetición aprobada, que llega a ser canónica y tiende a consensuarse. La gestualidad homo es, quizás (y hasta por suerte), una gestualidad desautomatizada que necesita hacerse más y más perceptible. Pero no tanto en su escenificación cultural como en eso que se llama la naturalidad y la celebración de la diferencia.

Estoy, por supuesto, pensando en voz alta. Casi debiera decir que la gestualidad hetero es más abstracta (más despojada y esencial) que la gestualidad homo. La primera grafica con menos, con elementos de gran poder simbólico, mientras que la segunda grafica con más. Es como cuando uno piensa en la desnudez, que es un concepto masculinizante y hetero, un concepto básicamente heterosexual porque, para la mayoría de las personas, la desnudez es la desnudez del cuerpo femenino, y los desnudos son, al parecer, necesariamente femeninos. Pero no quisiera seguir por este camino de las especulaciones y los conceptos. Al menos no ahora. Por ese camino es peligrosamente fácil hacer generalizaciones y, en cualquier caso, yo las haría, pero no sin antes sumergirme en el mundo de la historia de los símbolos, y también en la historia del mundo de los símbolos.

Por lo general, a las sociedades no les gusta enredar o verse enredadas en el asunto de la libertad, con las complicaciones del sexo, y mucho menos con las complicaciones del deseo. Esto, en un nivel macro. Porque en un nivel micro tengo a la vista la larga historia de un chico que empezó por sentirse extraño con respecto a la rotundidad somática, simbólica y social de sus genitales, y terminó sometiéndose, para dar por concluida la fase más terrible de la conformación de su yo, a una cirugía de reasignación sexual en Canadá. Algo de esta épica privada he contado ya. Tal vez deba añadir ahora que mi perplejidad inicial, un tanto divertida ante el carácter laberíntico de ese misterio de la valentía personal, se originaba en el hecho de que el chico, aun cuando se sentía extraño ante sus genitales, le gustaba tener sexo con chicas. Al principio su decisión me pareció demasiado barroca, pero después comprendí que era justamente eso lo que él quería: ser chica y ser lesbiana, o lesbiano, y, en cualquier caso, ser una chica bisex sobre la base originaria de una preferencia o “estilo” homo que tendía a bifurcarse sin abandonar ambas tendencias. Recuerden ustedes lo que decía Igor Stravinski: que seguir un solo camino significa, a la larga, retroceder.

Cuando terminé de armar esta antología, tenía yo varias insatisfacciones. Por ejemplo, la de dejar fuera veinte relatos o más que ahora han hallado un nuevo destino junto a otros. Ahora, con todos ellos, tengo una segunda antología, titulada ¨El espejo roto¨ —porque cuando se cruza el espejo este se rompe y los vidrios saltan, filosos y puntiagudos—, un volumen que, debo decirlo así, me atrae más por varios motivos: es más inmediato, es más comprometido con ciertas verdades, y se adentra más en la radicalidad de la escritura. Digamos que El espejo roto se comporta casi como un universo paralelo con respecto a este compendio titulado Instrucciones para cruzar el espejo.

Bien entendido, o imaginativamente entendido, que es mejor, este libro viene a ser una exploración de intimidades. A veces, movido por la complacencia, lo reviso, lo abro en cualquier página, vuelvo a examinar la foto de cubierta, o voy al índice y trato de irrumpir en el valor transitivo de algunos relatos, en lo que concierne al paisaje posible que revelan. De eso se trata, en cierta medida: dibujar un paisaje, o explorar, como dije ya, la intimidad, pero como si la obsesión más o menos fija de ese tipo de escritura no pudiera sino expresarse en lo polifónico. Y es entonces cuando siento que mi deseo es el de que la exploración sea más y más atrevida en cuanto a revelar o graficar no las cosas del sexo, sino su posterioridad sentimental en la mente de los personajes, o su anterioridad como deseo, como previsión o presunción. Y todo ello en un espacio más o menos común, citadino, pero que al cabo se hace real, más allá de una convención literaria, sólo cuando devolvemos los hechos a su verdadero sitio: el de la reminiscencia.

Sin revelar demasiado, y para terminar, hablaré un poco sobre ¨El espejo roto¨. Yo, instintivamente, pensaba que debía repetir algunos autores que ya están aquí, en estas Instrucciones para cruzar el espejo. Sin embargo, a medida que avanzaba en el nuevo proyecto, comprobé que ni debía ni tenía que hacerlo. Porque me encontré con un orbe más realista, por así decir, más de la experiencia habitual, o que, por lo menos, adquiere una especie de lucimiento al alcance de la mano. Instrucciones para cruzar el espejo no se aparta de la intención de hacer un poco de historia —Virgilio Piñera, Calvert Casey, Miguel Mejides, Roberto Urías—, y por eso concierta textos paradigmáticos con otros que no lo son. Por el contrario, ¨El espejo roto¨ no muestra un devenir. Más bien se apoya en la simultaneidad y la persistencia de ciertas actitudes, de ciertos gestos, y es un libro donde me ha complacido reunir a Sonia Rivera-Valdés, Francisco López Sacha, Dazra Novak, Marcial Gala, Jamila Medina, Yoss, Diana Fernández, Arturo Arango, Lourdes González, Yunier Riquenes, Mercedes Melo Pereira, José Félix León, Mariela Varona, Sergio Cevedo, Agnieska Hernández, Rufo Caballero, Legna Rodríguez Iglesias, Enrique Pérez Díaz, y unos 12 o 15 nombres más. 

Espero que estos repertorios, el ya nacido y el que está por nacer, tengan alguna utilidad para ustedes y para el resto de los lectores.

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