Por: José Martín Díaz Díaz.
Hace un tiempo decidí asistir a una conferencia sobre masculinidad. ¡Qué bueno! Escuchar a especialistas hombres debatir sus problemáticas de género. Sin embargo, cuando llegué pensé que había equivocado el salón, allí casi todas eran mujeres. Me di cuenta de lo ingenuo de mi suposición.
Hasta los temas de ellos son analizados por ellas. Los estudios de género son un feudo femenino, sea cual fuere el tema. Tiene su lógica. Todo comenzó en las batallas de la mujer por reivindicar sus derechos y, aunque ya hace rato se ha convertido en un bastísimo campo de investigación, mantiene ese espíritu de contienda; muy razonable porque la mujer sigue padeciendo de serias discriminaciones y los hombres son considerado los grandes afortunados de la historia. Apenas se comienza a visualizar que ellos también sufren de muy serias expropiaciones.
A diferencia de las mujeres, los hombres no se quejan, no se quejan ni para sus adentros, porque el no quejarse es un rol masculino muy bien aprendido e interiorizado. Los hombres han de ser triunfadores, así que lo mejor es desterrar de la mente cualquier cosa con sabor a vencido, a víctima o fracasado. “Eso de que no podamos llorar no importa, quién dijo que quiero llorar por algo; eso de que tengo que ser competente en todo, no importa, si lo soy y que nadie dude lo contrario; eso de que no puedo ser vulnerable no es problema, aquí hay un macho”.
Con esta filosofía “masculina” puede considerarse que un hombre ocupado en cuestiones de género está “faltándole el respeto a la hombría”. Si lo hace para quejarse “¡¿Qué es eso?! ¡¿Qué hace él afirmando que los hombres tenemos algo de qué quejarnos?! El débil será él”. Si lo hace para defender a las mujeres “¡¿Qué es eso?! ¡¿Qué hace un hombre alentando a las mujeres para que se vuelvan más exigentes con nosotros?! ¿Es que le gusta hacer cosas de mujeres y andar con mujeres, y discutir temas de mujeres y repetir lo que ellas dicen?”.
Este hombre ocupado en cuestiones de género tendrá que vérselas además con posiciones muy radicales en sus colegas femeninas. Radicalismos a los que no se pone mucho coto porque van en la dirección históricamente pretendida. Debe lidiar con una especie de resentimiento femenino que, aunque no sea generalizado, se manifiesta en muchas discusiones y análisis.
Pero vuelvo a la conferencia de masculinidad, a pesar del tema busco el sitio más discreto, como todos los de mi género allí, que creo que no pasan del quince por ciento. Pero bueno, me digo que quien va a dar la conferencia es un hombre y, si hay hombres que se declaran estudiosos o líderes en cuestiones de género, es hora de superar reticencias.
Entonces llega el señor, lo admiran, pero, comenzando sus palabras lo primero que aclara es que no es especialista ni sexólogo, que comenzó a dar estas conferencias por invitación de una amiga, estudiosa de la materia, que le pidió él ofreciera sus criterios desde la perspectiva del neófito. Seguro que lo dijo porque no debe presentarse experto sin serlo, pero lo vi entonces como un emisario de lo masculino, lo inexperto, que viene a enterar a las féminas, lo especializado. Y yo allí sentado entre ellas. Me dieron deseos de pedir la palabra un momento para aclararle a toda la concurrencia que soy más neófito que el de la mesa. También me digo que un hombre que expone sobre género es una figura tan excepcional que no importa que sea un neófito, con tal de que este dispuesto (y sea inteligente), hasta lo han invitado de otro país y tiene muy importantes personalidades de la sexología cubana atendiéndolo.
Se supone entonces, además, que las mujeres comprenden la necesidad de que los hombres participen y aporten. Son ellos los que se resisten. Bueno, nosotros, dije ellos porque no creo que a mí me anden buscando. Cuando me excluya, por favor, no se fijen, es un modo de decir las cosas.
La conferencia excelente. Por cumplir con sus roles de género los hombres hasta se están muriendo, porque no van al médico, por temerarios, porque a fuerza de callarse lo que sientes terminan cardiópatas y hasta se mueren de infarto. ¡Qué bueno que se comiencen a analizar estas cosas en las que nunca pensamos!
Cuando ya estábamos en las preguntas me llené de valor para levantar la mano y hacer una: “¿Qué podríamos decir de bueno acerca de las diferencias de género?” Hasta ahora todas las dudas las aclaraba el conferencista, con esta sucedió que la mayoría de las mujeres que tenía delante se volvieron a responderme casi al unísono, no sabía a cual mirar porque la respuesta estaba en cada boca: “Las diferencias de género están bien mientras no constituyan una discriminación” Luego el conferencista lo ratifico con otras palabras. Yo me di por satisfecho.
Muchas veces me pasa en estos intercambios, que ante una afirmación me pregunto si todos allí piensan de verdad eso o se trata de una afirmación oportuna. Prefiero no insistir, por no pecar de mal estratega, que a lo mejor eso que voy a decir todo el mundo lo sabe y yo de tonto no me percato del acuerdo tácito de ignorarlo.
Desde entonces me he quedado con esto en el gargüero. Esa respuesta no respondía a mi pregunta, pienso. Que algo sólo pueda estar bien si cumple una determinada condición no dice nada acerca de lo bueno que tenga. Nunca he encontrado un estudio de género acerca de las bondades que para los humanos reportan las diferencias de género.
Creo que debe tenerlas porque aunque en distintas épocas y culturas se expresan de manera diversa, el caso es que siempre han existido. No sé de ninguna sociedad humana sin diferencias de género. Por otro lado, a pesar de que los argumentos en contra de las diferencias son muy sólidos y abundantes, mientras que a favor apenas existen discursos arcaicos, prejuiciosos y por lo general insostenibles, el caso es que las diferencias sobreviven a esto y con muy buena salud. Ni siquiera necesitan ser defendidas desde el razonamiento. Ahí están a prueba de cañonazos y sin necesidad de defensas. Creo razonable suponer que resultan necesarias e igual creo importante investigar por qué. No se puede aspirar a variar algo cuya razón de ser no se ha investigado debidamente. Sus elementos solamente podrían ser sustituidos por otros que satisfagan la misma necesidad.
Por supuesto que intentar desentrañar esta necesidad de la diferencia me queda grande, pero aun así he intentado darme mis explicaciones. Creo que una de estas necesidades está vinculada con lo erótico. El ser humano no se conforma con ser aceptado, la cuestión no es sólo que me dejen ser y hacer lo que entiendo por bueno, sino además gozar de reconocimiento. Ser eróticamente apetecibles es un beneficio con el que casi todo el mundo quiere contar. Al menos la vida moderna parece decir: o eres bello o eres inteligente, mejor ambas cosas, si no, no eres, ninguna otra virtud te salva.
No sé si en otras épocas o culturas el atractivo personal importe tanto pero supongo que es una ventaja casi siempre deseada y que se intenta en la medida de lo posible.
En este importante asunto de resultar eróticamente apetecibles es muy importante que seamos hombre o mujer, de lo contrario no existirían las orientaciones sexuales. Aun en el caso de la bisexualidad absoluta, que es bastante excepcional, lo más común es que -aunque indistintamente- se prefiera a un amante de sexo identificable.
A su vez suelen despertar más interés erótico los hombres considerados muy masculinos y las mujeres consideradas más femeninas, algo que se evalúa atendiendo a los roles de género. Lo físico pesa mucho, pero creo que las características físicas también son roles, son una exigencia aun cuando no podamos cumplirlas y en la medida que lo consigamos seremos más identificados en nuestro género y, por ende, más resultaremos más seductores como promedio. Hay muchos otros valores a tener en cuenta, claro, toda persona es un compendio de atributos, pero un físico acorde con estas exigencias siempre será un atributo a favor y un físico discordante será un atributo en contra.
La moda del hombre muy ocupado de su apariencia simbolizada en los metrosexuales, no es exactamente una reconsideración de género. El cuerpo masculino ideal era atlético desde los griegos, lo que esto debía suponerse consecuencia de las actividades propias del hombre y no de una intención ornamental. Ya no es posible, al menos en las ciudades, o se es un hombre despreocupado de la apariencia o se es un hombre atlético, se han vuelto roles irreconciliables, los que optan por el primero tratan de defenderlo como el más valedero, los metrosexuales y sus afines no se defienden, se saben en ventaja y hasta se pueden dar el lujo de ambigüedades en los afeites porque tienen muy bien asegurado lo básico. Un cierto olorcito a gay tampoco los desfavorece, porque lo gay es femenino sólo en concepto.
A una mujer le gusta un gay igual que un hetero, su orientación sexual es solamente un dato, dato que importa por razones prácticas pero no cuenta en la motivación erótica.
Si en lugar de una mujer fuese un gay quien está evaluando, entonces es un dato favorable. En las relaciones homosexuales el género funciona exactamente igual, el objeto será evaluado siguiendo los mismos principios. Los gays no prefieren a los amanerados.
Toda regla tiene sus excepciones, hay personas que gustan particularmente de quienes incumplen sus roles de género. Los hay aficionados a travestis, digamos. Pero aun en estos casos el erotismo sigue muy ligado al género. Un travesti sería imposible sin ellos. La persona a quien le despierta apetito la transgresión igual está basando su motivación en las convenciones de género y quizás más enfáticamente.
Los roles no solamente juegan un papel importante en el atractivo sino que participan en los juegos eróticos y sexuales, desde las seducciones hasta la carnalidad, desde lo más poético hasta lo más morboso. Conozco parejas que gustan intercambiar roles en sus juegos íntimos. Pero evidentemente para ellos y ellas lo motivador de esta práctica está en que se interpreta como un acto de gran entrega, ya que esta persona ha sido capaz de abandonar sus roles en complacencia de su amante. Funciona mejor en la medida en que quien cede no lo está haciendo todo el tiempo. Estos, como otros muchos ejemplos en que puede parecer que desatendemos los roles, en verdad seguimos en el juego que ellos proponen. Me sospecho, aunque esto es una opinión muy personal, que hasta las personas más radicales contra los roles de género, tienen que tomarse sus licencias a la hora de la carnalidad. No logro siquiera imaginar cómo podría ser una erótica sin géneros. Como además somos una especie de dos sexos no veo que tengamos que inventar algo semejante.
Al principio éramos sencillamente dos sexos y el ser humano convirtió esto en un complejísimo sistema, lleno de sutilezas y elaboraciones. Que también haya servido para mucha injusticia no significa necesariamente que debamos desaparecerlo.
Va siendo tiempo, creo, de tomar esta verdad en cuenta e intentar conciliar la justicia social con el derecho a seguir disfrutando de las convenciones de género. Perder el miedo a la desigualdad, defender lo diverso como un necesario arreglo que permita ser desiguales sin menosprecio. Pienso que no se consigue pretendiendo que un ser humano sea igual a otro hasta cuando son de sexos diferentes. Ni las mujeres tiene que ser boxeadoras ni los hombres usar tacones altos, quien quiera puede hacerlo, pero este es un gusto personal y no un camino hacia la equidad de genero. Espero que algún día las mujeres hayan podido superar el dolor que le ocasionamos y por fin ellas y ellos discutan juntos sobre género, que lo masculino y lo femenino dependan de atributos que tal vez hoy ni imaginamos, donde lo injusto sea ridículo y lo justo muy atractivo.