abr 11 2011
Desinstrucciones para Lucy

A lo largo de varios años, y luego de ver aquí y allá conjuntos selectos de relatos y poemas, citados y clasificados en textos que asedian ese tema, que lo convocan, lo evocan, lo revierten o lo pervierten, empecé a preguntarme si no sería interesante y hasta preciso hacer una antología de reconocimiento preliminar, como lo es esta. Una antología que se constituyera por lo menos en un gesto de exploración y en una tentativa de repertorio.
El asunto en sí mismo trae a colación viejas discusiones, conflictos y problemáticas casi invariables que, desde los tiempos de Havelock Ellis, diversas generaciones resuelven de diversos modos. Ni más ni menos que el gran asunto de la diferencia, la hegemonía paradigmática y su carácter segregador, las ordenaciones del desempeño sexual, las esquematizaciones de los estudios llamados queer, el magnetismo de lo periférico, que a veces coquetea con lo central, etc., etc., etc. Y debo decir que me concierne mucho porque una parte de dicho asunto es el núcleo de mi próximo libro, cuyo título es, digamos, algo revelador: La lengua impregnada.
Esta es, en cierto sentido, una antología bastante presagiable, sólo que había que hacerla y punto. Y no lo digo invocando supuestas tareas sociales de la literatura y de la crítica. Lo digo así porque cualquier antología de este tipo hecha en Cuba tenía, previsiblemente, que incluir a Virgilio Piñera, a Calvert Casey, a Senel Paz, Miguel Mejides, Roberto Urías, Anna Lidia Vega, y, naturalmente, a estos escritores que hoy me acompañan: Jorge Ángel Pérez, Anisley Negrín y Marvelys Marrero. Yo lo único que hice fue agruparlos, rastrear otras historias que debían comparecer aquí —como las de Odette Alonso, Abel González Melo, Carlos Esquivel, Achy Obejas, Rubén Rodríguez, Antón Arrufat y otros—, y escribir un prólogo muy largo, pero bien sazonado —me gustaría que así fuese— donde intento dar explicaciones, donde intento explicarme.
Una obra como esta es muy difícil que pertenezca al antologador, salvo por su crédito como fabricante, desde la concepción misma del libro hasta su aspecto como objeto. Con esto hago alusión al hecho de que cuido, hasta donde me es posible, el proceso editorial de mis libros, y soy siempre el responsable (el coordinador, el regulador) de las imágenes que aparecen en las cubiertas. Aquí, por ejemplo, hay una fotografía conceptualista y ectoplasmática de Fernando Pendás. Una fotografía que podría hablar de las tensiones entre sexo y género, digamos.
Pero volvamos a la dedicatoria posible. Instrucciones para cruzar el espejo no exhibe una que pudiera leerse en la página que a ella correspondería, ni creo que pudiera exhibirla, a mi modo de ver. Sin embargo, precisamente porque este libro habla de la diferencia plural, y también de cierta épica de la construcción del yo, y de la valentía en la otredad, y del goce irrestricto y de la búsqueda —en definitiva y pese a todo— de la felicidad, me gustaría dedicarle el libro no a un escritor, ni a un familiar querido, sino a un amigo novelesco (pero real) que ahora es, por fin, una amiga.
La foto de Fernando Pendás de pronto ha venido a expresar una suerte de tipología con la que he podido familiarizarme. Mi amigo Alexander González y yo nacimos el mismo día: 31 de enero. Sólo que por razones distintas. Yo, porque ese día me parió mi madre biológica, bajo el signo de Acuario (y por eso pertenezco a la atmósfera superior y vivo por lo general dentro de la vigilia ensoñada). Él, porque en esa fecha, hace hoy 15 días, se entregó por fin a la realidad de su viejo sueño: una difícil cirugía de reasignación sexual que lo transformó en la chica que siempre quiso ser.
Una vez, mucho antes de que eso ocurriera, lo vi vestirse de mujer, una muy coqueta mujer, y asistí, hipnotizado, a un proceso transformativo que culminó con el regalo (de Alexander a mí) de un libro revelador: los Diálogos de Platón. Todo sucedía en su habitación, cerrada por dentro. Lo vi sacar de sí su género, lo vi apaciguar y domeñar su sexo —el soma espúreo de sus genitales, que él, por cierto, apartaba de cualquier caricia que no fuera estrictamente suya—, y, tras una hora de maquillajes y ropas, y en una Habana dominada por las peores escaseces del Período Especial, contemplé, por primera vez, a Lucía Alejandra. Estábamos en 1994 o 1995, él daba clases de inglés para sobrevivir, y había empezado el proceso de su transformación limando la curva, un tanto agresiva, de su nariz. Convirtió lo aguileño en lo respingón. Añadió gracia femenina a un rostro bien masculino. Varios meses después, y mientras conversábamos en mi casa sobre mujeres y tipos de mujeres —Lucía Alejandra, que conste, mide un metro y 90 centímetros—, vimos una breve película pornográfica de las más ortodoxas, donde una chica ejecutaba una comprensible y palmaria gimnasia encima de un chico. Cuando la película terminó, dijo: «Me gustaría tanto ser ella».
Ahora Alex es Lucy, y, de cierta manera, ya está en condiciones de ser esa ella de la película. Ha dejado de sobrevivir y pervivir en la bisagra intercultural que brota de lo intersexual. Orina, con mayor derecho, sentada, y muy pronto fluirán sus orgasmos, desde un glande que ahora es un clítoris, por obra y gracia de su valentía y de hábiles cirujanos canadienses. Tan sólo espero que venga bien pronto a La Habana para que apague mi curiosidad sobre los avatares de su lento proceso de metamorfosis, para que me cuente si por fin será una bisexual asimétrica —30 por ciento de amantes hombres, 70 por ciento de amantes mujeres, o a la inversa— y devota, como siempre, de las pelucas rubias, y, por supuesto, para entregarle personalmente este libro que ya es suyo.
Tomado de Cubaliteraria